– ¿Sí?
– ¿Qué le darías tú?
– Un ocho. ¡Es Van Damme!
La risa cantarina se deshizo contra su mejilla cuando Clém
le echó los brazos al cuello y lo besó allí. A años luz.
– Sim, déjame los chicos a mí, que de esto entiendo. ¡Y aliméntame!
– terminó en tono imperioso, acompañado de un mordisquito en el hombro, antes
de apartarse.
El abuelo los miraba desde el sofá, agitando la cabeza,
ayudando a su nieto pequeño a terminar las cuentas porque la francesita se
había rendido.
Retirarse a tiempo. Ya podía tomar nota Simon. Antes de que
el daño fuera irreparable.
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