Imagina…
Imagina una noche oscura, no muy
diferente de ésta, en la que la lluvia arrasa las callecillas de la ciudad de
No, ocultando por un instante la fealdad y la suciedad, desempañando el viejo
esplendor de la urbe. No hay luna, pero no hace falta. Las estrellas, más
cercanas y brillantes que nunca, cuelgan sobre los edificios como el decorado
de un humilde teatro, casi artificiales en su belleza. Irónicamente, se respira
paz, algo no demasiado común.
Súbitamente, se rompe la calma
de la madrugada. En un primer momento no es más que un sentimiento de
desasosiego que turba los corazones. Después, llega a los oídos de los insomnes
el primer rastro del disturbio; el rugido de un gran incendio, que prospera a
pesar de la lluvia, furioso y crepitante. En el centro, los primeros testigos
se arremolinan en torno al edificio más importante de la ciudad, la torre
Magenta, que hace más que nunca honor a su nombre. Cubierta de rojas lenguas de
fuego, la imponente construcción se tambalea y gruñe bajo su propio peso,
creando una visión salida de una leyenda de dragones y batallas.
No muy lejos de allí, una figura
pequeña e insignificante corre sin dirección y sin esperanza, como alma que
lleva el diablo. Sus pisadas aterrorizadas resuenan a su
alrededor y se pierden por los recovecos del peor barrio de No. Huye aunque no
le persigan aún. Y todo porque el edificio está en llamas y, por una vez, no es
culpa suya.
En los círculos adecuados, cualquiera
podría hablarte de Chispa. Delincuente chapucero de profesión y pirómano de
vocación, caradura y algo temerario, muchos decían que su falta de sesos
acabaría con él y, en esos momentos, el muchacho estaba de acuerdo. En cuanto
la noticia del desastre de Magenta llegase a oídos de los interesados, podría
considerarse hombre muerto. Nadie creería que no había tenido nada que ver con el incendio - y menos el dueño del edificio y sus secuaces, que no eran conocidos
por ser personas amables y comprensivas.
Sin aliento, empapado y desorientado,
se introdujo finalmente en un bar, no muy diferente de éste: un tugurio
infecto, atestado de humo de cigarro y de efluvios de alcohol. Sabía que no
podía acudir a sus escondrijos habituales, así que ese sería tan buen lugar
como cualquier otro para esperar lo inevitable, se dijo. Se acercó a la barra y
pidió un whisky. Nunca le había gustado el alcohol ni nada que le hiciese
perder el control pero consideraba que las de esa noche eran circunstancias
especiales. Se volvió y observó el local. Pocos clientes aquí y allá; el lugar
parecía acoger un silencio de muerte, incluso al fondo, en la mesa más concurrida.
Se acercó, atraído como una polilla a la luz. Pasó junto al sillón en el que
una niña de unos doce años dibujaba intensamente en un cuaderno mientras bebía
absenta y yogur, reprimiendo un escalofrío, y se quedó de pie junto a los
mirones que observaban la partida de póker.
Allí estaba ella, con sus
inseparables gafas oscuras. Encendía un cigarro tras otro, como siempre, y se
aferraba a ellos hasta que se consumían, sin acercarlos ni una vez a sus jugosos labios
de frambuesa. Iba ganando, como era de esperar, y la mesa se había
vaciado progresivamente hasta que solo un contrincante resistía. No podía
jurarlo, pero el chico creyó ver que Ojazos alzaba una ceja al atisbarle entre
la multitud.
Recordó entonces cómo, por una
pirueta del destino que apenas había podido creer, en el pasado había podido
amar a la célebre jugadora de cartas. Se trató tan solo de una noche, en la que
el chico había perdido casi todo lo que poseía ante ella, hasta la cordura.
Ella, a su vez, divertida por su audacia y atraída por su sonrisa de bebé
tiburón, le había mostrado su gran misterio, algo que casi nadie había visto
nunca. Sus enormes y vulnerables ojos color violeta, que mostraban lo joven que
era en realidad. Habían estado juntos hasta el amanecer en la pequeña habitación
alquilada del muchacho y, desde entonces, no había vuelto a verla; lo había
estado evitando. Sin embargo, no había podido quitarse su dulce sabor de los
labios, ni desterrar el aroma de su pelo de sus recuerdos.
Cuando el último jugador
sucumbió ante su maestría, la chica habló, cosa que raramente hacía. Solo una
palabra cruzó sus labios, haciéndole estremecer: “¿Juegas?”
No tuvo ni que pensárselo. Se
sentó ante ella, importándole un bledo endeudarse hasta las cejas. Si iba a
morir, prefería pasar la noche allí a su lado. Un par de horas más tarde, no le
pertenecía ni la ropa que llevaba puesta y era más feliz que en mucho tiempo.
Los mirones habían desaparecido, el bar estaba desierto y tan solo la niña les
acompañaba, aún inmersa en su arte. Ojazos sonreía y permitía que hablase sin
parar, ganándole una y otra vez.
Sin embargo, el descanso no podía
durar. La puerta se abrió con estrépito y el filo de una cuchilla halló el
camino a su garganta. Le preguntaron dónde había estado esa noche, un puro
formalismo, ya que pensaban matarle igual. Permaneció inmóvil, observando a
Ojazos por última vez, cuando una voz se alzó tras él.
- Aquí. Ha estado aquí. Con
nosotras.
La niña había hablado. Quien
supiera algo de la ciudad de No, sería perfectamente consciente de que uno no tomaba sus
palabras a la ligera. Los secuaces que le aferraban le soltaron como si
quemase. Tipos listos. Dirigieron una última mirada a la niña, que parecía
haberse olvidado de ellos, y salieron por la puerta sin una palabra más. No
había más que decir. Ni siquiera el muchacho se atrevía a preguntar por qué lo
había ayudado, pero la criatura alzó sus ojillos azules como si leyese su
pensamiento.
- Haces que ella esté alegre. No
puedo permitir que te maten. – se concentró de nuevo en su dibujo unos
instantes. Después, volvió a levantar la cabeza de mala gana, irritada. – Deja
de mirarme.
Con alivio, obedeció y se
encontró con unos preocupados ojos color violeta. Un instante más tarde, unos labios
chocaron con fuerza contra los suyos. Ojazos le besó una y otra vez, aliviando
la tensión y el miedo anteriores con pasión y violencia. Lo tomó de la mano y lo llevó
hasta el piso que ocupaba, sobre el bar. Le quitó lentamente la ropa aún húmeda
y preguntó.
- ¿En qué lío estás metido?
- ¿Por qué me has estado
evitando?
Se observaron con intensidad,
comprendiendo que había cosas que no podían compartir con el otro. Sin embargo, al menos sepermitirían aquella noche. No iban a desaprovecharla.
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