Cuentos de críos
La
bruma bailaba sinuosa entre los árboles y revoloteaba al viento, jugando con
las hojas muertas. El lugar bullía con una vida ajena para alguien como yo,
urbanita por elección. Con curiosidad y desapego, observé un par de bichejos
competir por el primer puesto en la escalada del monte Vieja Vans.
-
¡No pienso bajar!
-
¿Y eso tiene que importarme porque…?
Ayudé
al escalador que había escogido como favorito con una ramita rota, aupándole
por un borde especialmente difícil que formaba una costura, mientras dejaba que
mi sobrino se pensase la respuesta.
-
Te ha mandado mamá para que me lleves de vuelta a casa de la nana. ¡Y no quiero
ir!
-
Eso es verdad – concedí, despacio. – Pero a mí tampoco me apetece mucho volver.
-
Quiero ir con papá – susurró.
- Y
yo quiero ir con Monica Belluci. Ambos tenemos las mismas expectativas de éxito
– gruñí, exasperado.
Me
pasé la mano por el pelo, pensando qué diablos tendría Marina en la cabeza
cuando me había mandado a lidiar con el renacuajo. Ahora que su padre nos ha
dejado, necesita pasar más tiempo con un modelo de conducta masculino, o alguna
otra de esas chorradas pseudopsicológicas de curso por correspondencia. Desde
cuándo era yo un modelo de conducta adecuado para un crío de ocho años si mi
madre y mi hermana seguían regañándome a diario era un todo misterio.
Mi
familia me consideraba un niño a mis
veintidós, algo en común tendría con el chaval. Traté de recordarme a esa edad.
Exhalé lentamente y continué hablando.
– En este bosque hay un claro encantado,
¿sabías? – De algún lugar por encima de mi cabeza, me llegó el sonido de un
resoplido incrédulo que ignoré. – Allí se reunían las brujas para hacer sus
rituales a la luz de luna y asar a los niños maleducados.
-
La nana dijo que asaban a los niños curiosos que preguntaban demasiado y se
metían en cosas que no los convergían.
-
Concernían – le corregí con una sonrisa. Supongo que Samu sería más cotilla que
rebelde, que siempre fue mi mayor problema y mi madre seguía pensando que
podría domarnos con historias.
-
Da igual – replicó, enfadado. – Es todo mentira.
-
Ah, ¿sí? Yo que tú no estaría tan seguro. – dejé caer, tratando de picar su
curiosidad.
-
¿No eres un poco mayor para creer en cuentos? – replicó, en tono sabihondo.
-
Puede ser, puede ser. Si no fuese porque deja de ser un cuento si tienes
pruebas. – Me puse en pie y me sacudí diversos detritus de los vaqueros. – De
hecho, antes de que me interrumpieses estaba pensándome ir a echar un vistazo.
-
¿Un vistazo a qué? – Por fin asomó la cara entre las ramas, intrigado.
-
¿A qué va a ser? Al claro.
-
¡Deja de tomarme el pelo! Solo quieres que baje.
-
¿Yo? A mí me da igual lo que hagas. No soy tu madre, niño. Solo pensé que te
molaría verlo. Pero si no quieres ven¡Au! – aullé y sacudí la pierna,
sobresaltado.
Parecía
que uno de los escaladores había llegado a la cúspide y había hecho de mi
tobillo el banquete de la victoria. Me froté la piel enrojecida, irritándola
más. Una risita divertida hizo eco a la ristra de maldiciones que se me
escapaban de entre los dientes y, con un ligero plop, Samu se dejó caer a mi
lado.
-
Es verdad lo que dice mamá. Vaya boca tienes, joé.
-
¿Qué has dicho? – pregunté con mi mejor mirada letal, incorporándome.
-
Perdón, jopé. – Parpadeé, sin comprender durante unos instantes. Ah, el chaval
creía que le estaba regañando por la palabrota y no por reírse de mí. Que,
supongo, es lo que un adulto responsable hubiese hecho. Será que no lo soy,
vaya sorpresa. – Bueno, ¿vamos o no?
-
¿Qué? – pregunté elocuentemente.
-
Al claro, tío Marcos. ¡Vamos! – ordenó con firmeza, aferrándome de la mano.
No
tenía escapatoria. Más me valdría ser capaz de orientarme, a pesar de los años.
Al
internarme en el bosque con Samuel, me fui lentamente adentrando en las infinitas
tardes de mi infancia pasadas correteando por allí. Todo me era familiar: El
color de la luz filtrándose por la tejadumbre arbórea; el aroma de las plantas,
madera viva y pulsante que formaba una multitud silenciosa a nuestro alrededor;
el sonido de la fauna oculta a nuestros ojos ocupada en sus tareas de
preparación para la noche… ¿La noche? Apenas eran las cinco de la tarde cuando
el niño se había marchado corriendo y, sin embargo, la luz enrojecía y
languidecía ante nuestros ojos. Los minutos en aquel lugar parecían ser de una
especie distinta a la de los que yo vivía en mi mundo actual, mi realidad de
acero, cristal y cemento. El tiempo se apresuraba entre la niebla, que se
levantaba hasta hacerse con el camino que seguíamos.
-
Parece una peli de miedo – comentó Samu con una risita, percatándose también.
-
Ya ves – apreté su mano y me volví hacia él. – Oye, Samu, mejor nos vamos a
casa, que tu madre me va a matar. Mañana te lo enseño.
-
Noooo. Ya que hemos andado tanto… Venga, tío. Porfa.
-
Samuel – pronuncié su nombre en tono de aviso, como los adultos solían hacer
conmigo cuando me ponía pesado. No debí de hacerlo tan bien, o quizás el niño
tiene más fuerza de voluntad que yo. Más valor, desde luego, ya había quedado
demostrado que tenía. Agité la cabeza. – Vale, diez minutos más y, si no lo
hemos encontrado…
-
¡Guay! – Comenzó a corretear camino adelante y, cuando estaba a punto de dar
por finalizado el tiempo de gracia, dejó escapar un gritito alegre. – Es éste,
¿no?
Le
seguí hasta una apertura en la espesura y miré a mi alrededor.
Sorprendentemente, sí que lo era. El claro no había cambiado nada desde mi
última visita, eterno como una mosca atrapada en ámbar. Tenía una tosca forma pentagonal, con hierba
corta y fuerte, de un verde descolorido, sobre todo cerca del centro. Una serie
de piedras marcaban este último en una circunferencia torcida. Cuando era
pequeño siempre había imaginado que allí hacían las brujas su fuego para
calentar el caldero lleno de jugosos miembros infantiles. Me estremecí ante la
imagen mental que se había conjurado en mi cerebro. Busqué a Samuel y lo hallé
a unos tres metros a mi izquierda, observando un árbol. Era grande y retorcido,
de color grisáceo y lleno de nudos. Ya debía de estar muerto cuando yo lo
encontré de pequeño.
- A
las brujas les gusta el claro porque es un lugar de poder – susurró mi sobrino,
citando a la perfección las frases del cuento de mi madre. – En él hay una
puerta disfrazada, que lleva al corazón del mundo de los trasgos. – Tragó saliva. – ¿Ésta es la puerta? –
Señaló el tronco hueco del árbol, cuya abertura se perdía entre las raíces sin
que la oscuridad mostrase dónde acababa.
-
No seas tonto, Samu. Es solo un cuento. – Lo repetí entre dientes, no sé si
para convencerle a él o a mí mismo. Asintió con la cabeza.
-
Los trasgos no existen. – Estábamos haciendo un buen equipo, quitándonos el
miedo.
Los
trasgos que nos pintaba mi madre no eran cosa de risa. Criaturas sanguinarias,
antiguos duendecillos del bosque desterrados al subsuelo por su maldad, odiaban
a los humanos y adoraban engañar a los poco precavidos, atraerlos a su guarida
y devorarlos. ¡Madre de Dios!, no era de extrañar que fuese un joven tan
perturbado con la infancia que me habían dado. Samuel me sacó de mis
pensamientos al volver a hablar.
-
Además, la puerta está protegida por el círculo de las hadas. – Señaló un
conjunto de setas que rodeaba el árbol. Mi madre decía que las hadas buenas del
bosque danzaban allí para con su belleza y alegría contrarrestar la magia de
los trasgos y contener su mal.
-
Mira, – comencé. Empezaba a ser todo un poco demasiado y si el niño acababa
teniendo pesadillas ya sabíamos a quién iban a echar la culpa. – no es más que
una historia, Samu. No es real.
-
Pero… es todo igual que dijo la nana: el fuego de las brujas, la puerta, las
hadas… - dudaba un poco y traté de aprovecharlo.
-
Es solo tu imaginación. Ya verás. – Me agaché y agarré una de las setas que
había a nuestros pies. De un tirón e ignorando el grito del niño, la arranqué y
la lancé lejos. Samuel me miró con los ojos como platos. - ¿Ves? No pasa nada.
Es todo un cuento… - Antes de que hubiese podido terminar la frase, un siseo
malicioso llegó hasta mis oídos. Áspero y lleno de odio, interminable y
furioso, hizo que se me erizase el vello de todo el cuerpo, como si hubiesen
derramado sobre mí una sustancia viscosa y fría. Sentí una quemazón en la
muñeca y un miedo irracional. – Samuel, vámonos.
Tomé
su mano y me dí la vuelta. Él permaneció inmóvil, con la vista clavada en la oscuridad del tronco
del árbol. Demasiado aterrorizado como para querer analizar su comportamiento,
lo tomé en brazos y eché a correr en dirección al camino. Samuel se revolvió,
queriendo volver. Un vistazo por encima de mi hombro me bastó para saber que
nos seguían. ALGO nos acechaba sin apresurarse, amparado por las sombras. El
niño pesaba demasiado para mi enclenque musculatura y pronto dejé de sentir el
brazo derecho. El izquierdo me ardía de tal manera que no me hubiese extrañado
ver aparecer una pluma de humo. Echándome a Samuel al hombro, le dirigí una
mirada rápida. Todo parecía normal, salvo las inmediaciones de mi reloj, que
relucían en la oscuridad. ¿Qué cojon…? Choqué de cabeza con un muro de niebla
que se alzó ante mí, haciendo el bosque un laberinto impenetrable, y el dolor
que me atravesó me hizo trastabillar y caer. La bruma se retorcía a mi
alrededor, me apresaba, trataba de colarse por mi garganta y poseerme. Y todo
por no hacer caso al cuento. Si tan solo pudiese acordarme… Agarré a mi sobrino
con más fuerza, y me puse en pie, intentando evitar que escapara. La pulsera de
mi reloj entró en contacto con su cuello y le arrancó un alarido. Entonces,
como despertando de un sueño, parpadeó y me miró, aterrorizado.
-
¡Tío Marcos!
-
Shhh, no pasa nada. Shhh. – Traté de buscar el camino entre la neblina pero no
veía más allá de unos centímetros por encima del cogote del niño. Sentía que se
acercaban. – Samuel, cuéntame el resto del cuento, que se me ha olvidado.
-
¿Q-qué?
-
En el cuento, ¿cómo se vence a los trasgos?
-
Pues… - dudó, lamiéndose los labios. Unas sombras comenzaban a perfilarse en la
niebla a nuestro alrededor. Rodeándonos. – Con acero o hierro.
- Claro. – Como mi reloj. – ¿Qué más?
-
N-no sé, tío Marcos. No me acuerdo. – las lágrimas asomaron a sus ojos, tan
parecidos a los de Marina y a los míos. Le apreté más fuerte. – C-creo que
puedes pedir ayuda a las damas del bosque, pero estarán enfadadas por romper su
círculo. Y hay que hacer un… un sacrilegio.
-
Sacrificio. – corregí, de manera ausente.
Me
saqué el reloj de la muñeca y lo puse en la de Samu. Lo deposité en el suelo y
alcé la vista, manteniendo la punta de un dedo sobre el acero para conservar
algo de cordura.
-
Damas del bosque. Salvad al niño. No ha hecho nada, es inocente. – El silencio
escuchó mi súplica, sin responder. – Vamos, es solo un crío. No podéis dejarlo
morir. Yo rompí vuestra mierda de círculo, joder. – Las sombras estaban tan
cerca que ya no eran sombras sino seres que… mantuve la vista clavada en el
cielo y tapé los ojos del niño. - ¡Me cago en la puta, tened piedad! ¡¡Tomadme
a mí, pero salvadlo!!
Las
primeras garras me hallaron, destrozándome. Miré a Samu y lo vi envuelto en
luz. Bueno. Sonreí.
Abrí
los ojos, muerto. Tras parpadear y darles unos instantes, se acostumbraron a la
luz. Formas a mi alrededor. El pánico me llevó de cabeza al suelo. A los pies
del sofá de mi madre. Alcé la vista y allí estaba.
-
No estoy muerto.
-
No. Ni tampoco Samuel. Aunque estáis los dos llenitos de barro. Anda que
perderte en el bosque... ¡Y el niño va contando unas historias! Que si os
atacaron los trasgos y que tú lo defendiste. Y luego salen las hadas…
-
¿Vinieron las damas del bosque? – Susurré. Un poco enloquecido. Me sentía
completamente justificado.
-
Eso es. Y está convencido de que os salvaron y te perdonaron la vida porque
vieron tu buen corazón. Jajaja, ya ves tú, tu buen corazón.
Ya
ves tú, mi buen corazón. Si yo lo hubiese sabido. ¿Qué van a ver las hadas mi
buen corazón? Pero de una buena oportunidad de negocio, de eso sí que
entienden.
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