Sueños

jueves, 14 de agosto de 2014

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Sueños

Me encanta dormir.

El pensamiento, apenas articulado, inundó el cerebro somnoliento, proporcionándole unos instantes más de tregua. La cálida cueva de mantas y sábanas que le cubrían, como el capullo de una mariposa perezosa, amenazaba con nunca permitir su escape.

¿Y qué más da?, se preguntó, desperezándose con parsimonia. El frío invierno pesaba sobre su ánimo, cosiendo sus párpados contra la realidad, llevándole a buscar un refugio en los sueños.


Por eso le encantaba dormir. Porque, en mitad de la oscura serenidad de la noche, todo era posible. El futuro se tornaba en lienzo en blanco sobre el que su subconsciente, mucho más inteligente, desparramaba brillantes colores. Conjuraba mil escenas fantásticas que le hacían sentir, por tan solo un momento, que podría… que podría… que sé yo.

Que podría simplemente extender los brazos, como alas debiluchas y deformes, y alzar el vuelo hacia mejores climas y parajes más prósperos.

¿Te imaginas, Toulouse?

Aún con los ojos cerrados y el cuerpo en total relajación, rascó la cabecita del calefactor gatuno que cada noche dormía a su lado. Contra la delicada piel de los párpados se proyectaba un heterogéneo batallón de seres alados cruzando el descascarillado techo de la habitación. Grotescos y magníficos, jugueteaban y hacían piruetas, como siempre había imaginado que se comportaría si tuviera la facultad de volar. La dignidad no era muy conductiva a la diversión en esas ocasiones, pensaba.

Volar, volar muy lejos de aquí.

Suspiró, con la esperanza algo maltrecha. Aventuró un pie más allá de la protección plumífera y se arrepintió al instante de su osadía. Apretó los dientes un instante y se armó de valor. Hacía frío, sí. Pero, ¿si no era capaz de caminar, cómo se atrevería a surcar los vientos del norte?

Siempre he querido ver la Aurora Boreal.

Con ese pensamiento, apartó las sábanas y plantó con firmeza los pies en el suelo. El primer ataque del frío recorrió su cuerpo en un relámpago de hielo que le dio energías para enderezarse. Con una sonrisa en los labios, estiró los brazos sin sentirse demasiado estúpido, y aleteó hasta la cómoda para rescatar una chaqueta. Abrigado contra el rigor del tiempo, se creyó un aguerrido explorador en busca de un descubrimiento geográfico que lo hiciera célebre. Nunca había querido creer que todo en la Tierra estaba descubierto, era algo demasiado pesimista para una cabeza tan llena de ideas como la suya.

Tan llena de pájaros, como decía su madre. Lo cual le llevaba a imaginar grandes bandadas migratorias, con un plumaje marrón como su cabello y destellos verdosos de mar, que viajaban por su cerebro en complicados patrones. Sobrevolaban los malos recuerdos con el pico bien alto y la mirada puesta en el horizonte y, cuando arreciaba el invierno, anidaban en la infancia y lo observaban jugar durante horas.

Con una sonrisa en los labios, decidió que el primer café del día podía esperar. La inspiración le revoloteaba contra las sienes, como un colibrí atrapado y cada vez más nervioso, y no le dejaría en paz hasta que no la pusiera en libertad. Se acercó al escritorio con paso ligero y se sentó ante el cuaderno de pruebas, ya que ‘La escritura electrónica me saca de mí’. Una vez lo tuviera bien atado, acabaría todo en un archivo de texto que enviar a sus sufridos lectores.

Abrió la ventana y dejó que el débil sol de marzo le bañase. El aire de la mañana le acarició y un olor a vida llenó sus fosas nasales. Curioso, se asomó.

Por esto se levanta uno.

El patio, anegado en nieve la noche anterior, había sabido resurgir de su gélida quietud y alargaba sus apéndices vegetales hacia la luz.

Calentaba sus viejos huesos y soñaba con la primavera.

Porque, ¿qué sería del crudo invierno, si no pudiésemos soñar con el sol?

Se rió de sí mismo y de su teatral dramatismo. Sobre todo, porque era cierto. Puede que solo tuviésemos sueños para alimentarnos y seguir adelante pero, en días como aquel, un sueño era suficiente.

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