Sueños
Me
encanta dormir.
El
pensamiento, apenas articulado, inundó el cerebro somnoliento,
proporcionándole unos instantes más de tregua. La cálida cueva de
mantas y sábanas que le cubrían, como el capullo de una mariposa
perezosa, amenazaba con nunca permitir su escape.
¿Y
qué más da?,
se preguntó, desperezándose con parsimonia. El frío invierno
pesaba sobre su ánimo, cosiendo sus párpados contra la realidad,
llevándole a buscar un refugio en los sueños.
Por
eso le encantaba dormir. Porque, en mitad de la oscura serenidad de
la noche, todo era posible. El futuro se tornaba en lienzo en blanco
sobre el que su subconsciente, mucho más inteligente, desparramaba
brillantes colores. Conjuraba mil escenas fantásticas que le hacían
sentir, por tan solo un momento, que podría… que podría… que sé
yo.
Que
podría simplemente extender los brazos, como alas debiluchas y
deformes, y alzar el vuelo hacia mejores climas y parajes más
prósperos.
– ¿Te
imaginas, Toulouse?
Aún
con los ojos cerrados y el cuerpo en total relajación, rascó la
cabecita del calefactor gatuno que cada noche dormía a su lado.
Contra la delicada piel de los párpados se proyectaba un heterogéneo
batallón de seres alados cruzando el descascarillado techo de la
habitación. Grotescos y magníficos, jugueteaban y hacían piruetas,
como siempre había imaginado que se comportaría si tuviera la
facultad de volar. La dignidad no era muy conductiva a la diversión
en esas ocasiones, pensaba.
– Volar,
volar muy lejos de aquí.
Suspiró,
con la esperanza algo maltrecha. Aventuró un pie más allá de la
protección plumífera y se arrepintió al instante de su osadía.
Apretó los dientes un instante y se armó de valor. Hacía frío,
sí. Pero, ¿si no era capaz de caminar, cómo se atrevería a surcar
los vientos del norte?
Siempre
he querido ver la Aurora Boreal.
Con
ese pensamiento, apartó las sábanas y plantó con firmeza los pies
en el suelo. El primer ataque del frío recorrió su cuerpo en un
relámpago de hielo que le dio energías para enderezarse. Con una
sonrisa en los labios, estiró los brazos sin sentirse demasiado
estúpido, y aleteó hasta la cómoda para rescatar una chaqueta.
Abrigado contra el rigor del tiempo, se creyó un aguerrido
explorador en busca de un descubrimiento geográfico que lo hiciera
célebre. Nunca había querido creer que todo en la Tierra estaba
descubierto, era algo demasiado pesimista para una cabeza tan llena
de ideas como la suya.
Tan
llena de pájaros, como decía su madre. Lo cual le llevaba a
imaginar grandes bandadas migratorias, con un plumaje marrón como su
cabello y destellos verdosos de mar, que viajaban por su cerebro en
complicados patrones. Sobrevolaban los malos recuerdos con el pico
bien alto y la mirada puesta en el horizonte y, cuando arreciaba el
invierno, anidaban en la infancia y lo observaban jugar durante
horas.
Con
una sonrisa en los labios, decidió que el primer café del día
podía esperar. La inspiración le revoloteaba contra las sienes,
como un colibrí atrapado y cada vez más nervioso, y no le dejaría
en paz hasta que no la pusiera en libertad. Se acercó al escritorio
con paso ligero y se sentó ante el cuaderno de pruebas, ya que ‘La
escritura electrónica me saca de mí’. Una
vez lo tuviera bien atado, acabaría todo en un archivo de texto que
enviar a sus sufridos lectores.
Abrió
la ventana y dejó que el débil sol de marzo le bañase. El aire de
la mañana le acarició y un olor a vida llenó sus fosas nasales.
Curioso, se asomó.
Por
esto se levanta uno.
El
patio, anegado en nieve la noche anterior, había sabido resurgir de
su gélida quietud y alargaba sus apéndices vegetales hacia la luz.
Calentaba
sus viejos huesos y soñaba con la primavera.
Porque,
¿qué sería del crudo invierno, si no pudiésemos soñar con el
sol?
Se
rió de sí mismo y de su teatral dramatismo. Sobre todo, porque era
cierto. Puede que solo tuviésemos sueños para alimentarnos y seguir
adelante pero, en días como aquel, un sueño era suficiente.
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